por Valdo J.
—Qué rico huele este perfume —dijo en voz alta—. Pero claro, cómo no va a oler rico si es Channel.
Maya Korolenko acababa de llegar a casa. Dejó la bolsa sobre la mesa del comedor, junto al bowl de madera viejo y alargado que sostenía las frutas del adorno, y encendió el televisor. Un presentador agitaba la voz: el barrio Dent estaba bajo el agua. Mostraban a un joven encaramado sobre el techo de su carro, el agua casi cubría por completo las ventanas, los bomberos tratando de alcanzarlo. Las gotas caían con insistencia, se estrellaban sobre el muchacho y la cámara, empañando el lente hasta volverlo una masa de bruma gris.
Subió el volumen apenas un instante. Alcanzó a escuchar la palabra rescate antes de bajarlo de nuevo y caminar hacia la sala.
—Pobre muchacho… —murmuró sin convicción—. Qué horror.
En el comedor la esperaba su pan francés, aún tibio.
—Por lo menos yo sí destilo elegancia —dijo, arrancando una punta con delicadeza—. Esa panadería es lo más parecido a Barcelona que tiene San José. Como le hace falta a esta capital clase y buen gusto, gente como yo.
La cafetería donde compraba el pan olía siempre a levadura. La seguridad de que el pan estaba siempre fresco iba de la mano con la improbabilidad de que el río Ocloro —a unos cuatrocientos treinta metros cuesta abajo y sesenta de desnivel— llegara algún día a inundar Los Yoses, y mucho menos aquella panadería, más cerca de la Interamericana Sur.
—Mire, señor autor —interrumpio de pronto Maya Korolenko, con una seriedad que no admitía réplica—, es cierto, el río Ocloro está muy abajo de la panadería. Sin embargo, con el cambio climático nada esta seguro. Cualquier día el río se trepa por la cuesta o un autobús de los que transitan por la Interamericana se mete de frente en la vitrina. Todo es posible. El desorden que ha causado el ser humano en el planeta es inconmensurable. Seamos un poquito más serios, por favor.
Sobre la mesa, las frutas del bowl empezaban a pasarse. Mosquillas finas, casi invisibles, revoloteaban sobre las manzanas y los mangos ya insinuaban una costra oscura. Martica, la mujer que limpiaba, detuvo sus labores de limpieza en la casa y preguntó con cautela:
—Doña Maya, ¿le puedo regalar las frutas a los muchachos del jardín? Ya casi es hora de almuerzo… para el postre, digo.
Maya levantó la vista. Los ojos, siempre serenos, se abrieron más de la cuenta. Movió el dedo índice de su mano izquierda, lento, oscilante, como el péndulo del gran reloj de madera que saludaba al entrar a la casa.
—No, Martica divina —dijo sin titubear—. Esas frutas no son para comer, son adorno. Mejor tiralas a la basura y ponés otras fresquitas.
El teléfono sonó.
—Martica, traéme el celular, por favor.
Era la directora del programa de extensión cultural de la universidad. Confirmaba la apertura de una biblioteca en el salón de emergencias del Calderón Guardia gracias al trabajo de la fundacion a cargo de la señora Korolenko: pacientes en coma, familiares ausentes, libros nuevos que nadie leería. Recordándole, además, que al día siguiente, a las cuatro de la tarde, debía asistir al auditorio de Derecho de la Universidad de Costa Rica, como presidenta del Comité de Emergencia de Montes de Oca.
Maya escuchando atentamente, buscó una carpeta de tapas duras llena de recortes, hojas en blanco y algunos borradores de ensayos, cuentos, que había escrito durante sus talleres literarios de los martes por la tarde. A la señora Korolenko le gustaba pensar que, en otra vida, habría sido escritora. En esta, tenía demasiadas reuniones. Anotó el evento con letra menuda, asintiendo con la cabeza.
—Excelente, ahí estaré —dijo, y colgó.
El noticiero seguía insistiendo en la lluvia. Maya destapó el perfume, apuntó el espersorio al aire y presionó. La luz del mediodía que aun permitia el aguacero colarse por las ventanas, reveló miles de partículas suspendidas, un cardumen de perfume flotando en el océano quieto del comedor. Korolenko caminó hacia él con el cuello erguido y los ojos cerrados, atravesando la nube aromática. El efluvio se le pegó a la piel, a las mejillas, al pecho, a la cadera, a los pies.
—Definitivamente —dijo al respirar hondo—, el clima está cambiando.
La tarde y la noche fueron un baño maría frío que dio paso a un amanecer de cielos plomizos y un olor persistente a drenaje.
Las lluvias de la noche anterior y parte de aquel nuevo día y tarde habían vuelto a desbordar la quebrada Los Negritos, el paso a desnivel frente a la Facultad de Derecho permanecía anegado. Los bomberos habían colocado cinta amarilla, un camión de la Cruz Roja esperaba estacionado junto al portón principal. En la radio hablaban de los diez millones de dólares que costaría corregir el problema, del dinero que no existe, de las reuniones eternas entre municipalidades, CONAVI y universidades.
Los organizadores del encuentro habían insistido en realizar la reunión ahí mismo, en el Auditorio Alberto Brenes Córdoba, por su cercanía con las zonas más afectadas. Querían que los representantes del Comité de Emergencia de Montes de Oca sintieran la congoja de cerca, aunque bastaba mirar por las ventanas para saber que el agua seguía buscando su camino.
A las tres de la tarde, el auditorio olía a ropa húmeda y a café tibio. Sobre el escenario, el proyector mostraba un fondo azul con letras blancas: “Comité de Emergencia — Acción Solidaria.”
Maya Korolenko, presidenta del comité, llegó puntual. Entró con paso firme, un abrigo claro que no tenía una sola gota de agua encima, el cabello recién alisado. Saludó a todos con una sonrisa profesional.
—Buenas tardes, qué gusto verlos —dijo, mientras una estudiante de chaleco azul la guiaba al asiento reservado del frente.
En la parte trasera del auditorio, junto a los basureros, los bomberos se quitaban las botas llenas de barro mientras los voluntarios de la Cruz Roja ordenaban cajas con guantes y linternas. En las primeras filas, vecinos del barrio comentaban en voz baja las imágenes que habían circulado toda la mañana: carros flotando, muros falseados, casas llenas de lodo.
El moderador, un funcionario de la universidad con camisa remangada, abrió el acto con voz solemne:
—Nos reúne hoy la voluntad de construir puentes entre las instituciones y la comunidad. Sabemos que ha sido una semana difícil.
La palabra difícil cayó como una burla. En las filas traseras se oyeron murmullos. Un hombre se levantó. Tenía la camisa manchada de barro y el gesto cansado.
—Disculpen —dijo sin micrófono—, pero yo necesito hablar.
El moderador, con ambas manos levantadas, trató de hacerlo callar, invitándolo con gestos apurados a que se sentara. Pero ya era tarde.
—Ustedes vienen a tomarse fotos. ¿Por qué no arreglaron esto cuando hicieron la circunvalación? Antes de ese proyecto, Dent ya se inundaba. ¿Dónde estaban? ¿Por qué no se presupuestó nada? —Su voz temblaba, no de miedo, sino de rabia—. ¿Y el Fondo Especial para la Educación Superior, ah? Todos sabemos que en lo que menos se gasta esa plata es en el bienestar del estudiantado, mucho menos en las otras sedes de la universidad. Todo va pa’ las eternas vacas sagradas de la U. Podrían donar aunque sea un porcentaje de ese FEES para arreglar el problema, y aun donando lo que se ocupa para arreglar ese desmadre, no verían afectados sus privilegios. Así dejaría de sufrir el barrio… y también la universidad.
Los murmullos se alzaron de nuevo. Desde otro punto del auditorio, una voz más ronca intervino:
—Y díganme una cosa, ¿no fue un pariente suyo, doña Maya, el que estuvo metido en el proyecto de la circunvalación? Si hubieran querido, arreglaban el cauce del río antes de hacer esos pasos a desnivel. Pero claro, era más bonito inaugurar concreto que entubar una quebrada.
Los cuchicheos y susurros de aprobación recorrían la sala.
—Y lo del río desviado por su familia, eso lo sabemos todos —añadió otro vecino—. A uno le pueden decir lo que sea, pero el agua siempre busca su camino.
Maya Korolenko no se inmutó. Tomó el micrófono con un movimiento pausado. Le tocaba, si o si, dirigirse a los presentes.
—Comprendo la preocupación —dijo con tono neutro—, sobre el presupuesto de la circunvalación no tengo información alguna. Nunca he sido parte del gobierno central en mi vida. Ni jamas he trabajado en instituciones públicas en mi carrera profesional.
Hizo un entreacto, breve, medido.
—Y sobre el supuesto desvío del río por parte de mi familia, permítanme aclarar que siempre han sido rumores maliciosos. Hasta el día de hoy nadie ha presentado una sola prueba.
Su voz era serena, modulada, casi pedagógica.
—Respecto al FEES, estamos en el lugar adecuado para que las autoridades universitarias aclaren esos temas. Yo los desconozco. No se siquiera, si tal donación sea posible!
El silencio volvió, no por respeto, sino por impotencia. El moderador carraspeó y levantó las manos pidiendo orden.
—Compañeros, por favor. Mantengamos la calma si queremos encontrar una solución que beneficie a todos —dijo, intentando sonar conciliador—. Agradecemos las intervenciones espontáneas, pero debemos continuar con el programa.
Revisó sus notas con torpeza.
—Hoy nos acompaña un miembro del cuerpo de bomberos que, además de servir en las labores de rescate, sabe de primera mano lo que significa perderlo todo. Demos la bienvenida a Paco, del grupo de rescate metropolitano.
El hombre se levantó sin mucho entusiasmo. Subió los escalones despacio, con el uniforme todavía húmedo y el rostro cansado.
—Buenas tardes —dijo al llegar al podio—. Yo vivía en Desamparados. Hace un año, mi familia perdió dos casas en una sola tarde.
El auditorio se aquietó. Maya lo observó con atención. No sabía por qué, pero algo en la forma en que Paco acomodaba las manos sobre el podio le pareció digno de ser recordado. A Paco las botas le pesaban por el barro. Miró el micrófono, respiró y continuó sin rodeos:
—Me llamo Paco. Soy parte del grupo de rescate, pero también sé lo que es ver el agua llevándoselo todo.
Se acomodó el cuello de la camisa.
—Mis papás llegaron a ese terreno que perdimos en Desamparados cinco años antes de que yo naciera. Fue lo único que encontraron, y la verdad, ni buscaron mucho más. Se lo compraron a un tagarote, de esos hijos de gamonales cuya mayor virtud —si se puede llamar virtud— fue la de haber tenido más postes de madera y más alambre de púas para cercar propiedades y declararlas como propias. Pagaron caro por un pedazo de tierra a veinte metros del río. Con los años, la corriente fue mordiendo la orilla hasta quedar a unos pasos de la casa.
Bajó la mirada.
—En Treinta años no había pasado nada. Todo se fue al carajo en dos días.
El bisbiseo del auditorio se apagó.
—Aquella tarde, a eso de la 1pm, el cielo se puso negro. Desde media mañana el río ya bajaba con fuerza. Traía palos, animales muertos, basura, piedras golpeando el fondo como si algo retumbara debajo. A las 2pm ya estaba desbordado. Yo había pasado la noche anterior sacando cosas de la casa para que se secaran con la primera luz de la mañana, pero fue inútil.
Paco se pasó la mano por el rostro.
—Alcancé a enviar a mi familia con unos parientes. Me quedé. Tenía que cuidar a los perros y los gatos. Además, no podía dejar la casa sola: la noche anterior unos sinvergüenzas se habían metido a robar en las viviendas que algunos vecinos habian dejado vacías, para pasar la noche en un lugar seco y seguro, por si se desbordaba el río otra vez durante la noche.
Miró un punto fijo, como si en alguna pared, se proyectara lo que el estaba narrando.
—La casa era un cajón mal armado, un Frankenstein lleno de humedad y zancudos. Del portón de lo que fue mi casa a la puerta principal había unos veinti cinco metros, pero a las 3pm ya era un solo río. El agua se metió por todo lado. Los perros —dos zagüatitos medianos— estaban sobre un sillón que se movía despacio con la corriente en la sala. Los cargué y los llevé a mi cuarto, el único en una planta alta, a unos cinco metros del resto. Ahí metí lo poco que pude salvar. El gato pequeño se escondió solito en el ropero de esa segunda planta.
Paco se detuvo por unos segundos, la mirada perdida.
—Desde las ventanas del cuarto se veía el terreno del vecino, un potrero enorme de cinco mil metros cuadrados. Ya todo era un lago que seguia recibiendo agua. El taller de otro vecino, que colindaba con mi cuarto, se vino abajo. El muro reventó por la presión del agua y cajas de herramientas, llantas y pedazos de zinc flotaron hasta el palo de mango que se doblaba con el viento frente al ventanal del cuarto. Los perros se acurrucaban, no ladraban.
Tragó saliva.
—Fue ahí cuando me acordé de la gata vieja. Veintiún años. La busqué con una linterna, y la vi flotando sobre una tina al revés, girando despacio en el agua que me llegaba al cuello. Tuve que nadar desde el cuarto hasta la sala para alcanzarla. La levanté, la llevé arriba, envuelta en un paño grande y nos quedamos esperando.
Hubo un silencio seco, sin sentimentalismo.
—Cuando terminó de llover. El río se llevó los muros, las casas, los patios. Quedó piedra, basura y silencio. Y bueno… por eso estoy aquí —continuó—. Para que sepan que los que rescatamos gente también sabemos lo que es perder, y que esta historia de Barrio Dent no es muy distinta a la mía. Si las autoridades no se ponen las pilas y no hay voluntad política de verdad, el río no va a entender razones. El río no se apiada de nadie.
Dejó el micrófono sobre el podio y bajó sin mirar al público. El auditorio quedó quieto, sin aplausos. Maya Korolenko, en la primera fila, lo observaba con la misma atención con la que alguien observa una obra recién estrenada. Abrió su libreta roja y escribió:
La gata sobre la tina.
Los perros en la escalera, mirando por la ventana.
El gato escondido en el ropero.
El agua al pecho. Nadando en la sala.
Levantó la vista y lo siguió hasta que desapareció por la puerta lateral. Nada más le interesaba.
Dos meses después, Maya Korolenko revisaba por enésima vez su cuento galardonado. La Gata de Veintiún Años —título que, según el jurado, “alcanzaba una síntesis poderosa entre lo íntimo y lo universal”— había recibido el primer premio de la Trigésimo Cuarta Bienal Centroamericana de Cuento “Tarántula”.
La revista universitaria Ínsula preparaba un número especial dedicado a los ganadores. En la pantalla del computador de Maya seguía abierto el correo de confirmación. El jurado elogiaba la “madurez estilística” y la “capacidad de transformar el dolor humano en experiencia sublime”, frase que Korolenko había pegado en su editor de texto y ampliado al doscientos por ciento, subrayandola en amarillo fosforescente y contempladola con el mismo fervor con que otros rezan un padre nuestro.
Sobre el escritorio, la libreta roja yacía abierta en la misma página de aquella tarde en el auditorio de derecho de la universidad de Costa Rica: “la gata sobre la tina, los perros en la escalera, el gato en el ropero.”
Leyó en voz alta, saboreando la cadencia impostada de su propio texto:
“La gata flotaba como una esperanza en tonos de gris sobre el agua color tamarindo, cargada de barro.
El hombre —una figura atlética, casi bíblica— nadaba entre los escombros del mundo que se hundía. Braceaba hacia la salvación, con el cuello erguido y la respiración de quien carga la memoria de todos los que han amado demasiado tarde.”
Hizo una pausa y sonrió.
—Divino —dijo para sí—. Era imposible que no ganara.
Afuera llovía otra vez. La misma lluvia de siempre, pero desde el ventanal de su estudio se veía distinta: más lejana, más estética. Era un cuadro para el café de la tarde. Martica apareció en la puerta.
—Doña Maya, ¿tiro las frutas?
—Sí, por favor. Ya se ven un poco tristes. Poné unas nuevas.
Las frutas estaban perfectas. Brillaban. Martica las cambió igual, como cada semana.
Antes de salir, Maya la detuvo.
—Ah, Martica, espere.
Le entregó una pequeña caja envuelta en papel satinado y un sobre con su nombre. Dentro, Martica encontró un frasco de perfume —de los finos de verdad— y una copia impresa del cuento premiado. En la dedicatoria podía leerse, con tinta dorada:
Para Martica, que siempre me recuerda la importancia de la constancia y la limpieza del alma. Con cariño, Maya Korolenko.
Martica sonrió sin entender del todo y salió con el paquete entre las manos.
Maya volvió la mirada hacia la ventana. La quebrada Los Negritos preparaba otra torta, invisible desde su casa en lo alto del vecindario. Sirvió un poco de café de una cafetera italiana que guardaba con cariño, cruzó las piernas y pensó en voz alta:
—Podran conseguir los diez millones, y aun con esa plata no van a arreglar nada. Para detener el cambio climático se necesita mucho más. Muchísimo más.