por Valdo J.
A esta altura, mi trabajo es una liturgia con chaleco reflectivo. La sirena de la moto, libreta, manos a la vista, y a ordenar el país con un gesto cuando se requiere. No soy héroe ni mártir: peón de calle que aprende a leer la ciudad por olores. Gasolina vieja y aceite quemado, marihuana hidroponica con los maximos poderes quanticos de fin de quincena, sudor de bus a las seis. Con eso me alcanza para adivinar el turno.
En mi casa también aprendí a oler. Cuando Ángela y Bernardita se sientan a rezar el rosario huele a palo santo, incienso y café fresquito. Ahí es cuando Ramiro abre la puerta con el celular en alto, grabando todo como si fuera corresponsal de guerra. Insulta, dispara consignas revolucionarias y sube el video a Reddit, donde dice ser parte del 1% más influyente de no sé qué comunidad.
Vive hablando de karma, de puntos, de ranking, como si semejante triada ayudara pagar las cuentas. ¿Para qué putas sirve eso? Se le ve orgulloso por estadísticas que, para mí, no significan nada. Pálido de luz LED, uñas negras recién pintadas, mirada que no reconozco. Antes sonreía en la mesa por un arroz con leche después del almuerzo o cena; soplaba la canela para que no se le pegara al bigote que aun ni se asomaba y dejaba el plato limpio, como si en cada cucharada se le fuera un pedacito del día.
Hoy describe la casa como un “espacio opresor”, apunta a los cuadros de la familia y a la Virgen del cuarto de la abuela con el mismo dedo con que marca enemigos.
A mí, si me dijeran que es gay no me movería un tornillo del alma. El cariño no lleva etiquetas. Lo que me desarma es otra cosa: la voz que sale por su boca como si fuera el muñeco de un ventrílocuo que pertenece a una tribuna ajena. Cambió de nombre, utiliza pronombres, es no-binario, cambió el tono.
Recientemente, su pasatiempo es atormentar a la abuela Bernarda, la sienta durante el café para hablar de los neopronombres, mi suegra lo mira con atencion, jura debe estar poseido, y lo está.
Mi hijo No discute, recita. Uno pregunta qué quiere comer y responde “patriarcado”. Uno insiste si va a dormir en la casa y responde “heteronorma”. Si se le pregunta por la universidad, dice “colonialidad”. Y cuando se le recuerda que su madre y su abuela, la familia entera jamás le negaron nada, exhibe un manual aprendido quien sabe en que curso o circulo de amigos para explicarnos por qué el cariño duele.
Dedicaron quince minutos a auditar nuestra sala: las fotos de la primera comunión, la imagen del Nazareno, la mecedora del bisabuelo, el adorno mas sagrado de nuestro hogar. Yo resistí cuatro comentarios. Al quinto ya estaba pidiéndoles que se marcharan. Al sexto se fueron. Ramiro gritó que somos unos salvajes y que su dignidad no cabe en una mecedora vieja de madera. Cerró la puerta tan fuerte que la Virgen se ladeó un centímetro. Bernardita se persigno y enderezó el cuadro. Ángela respiró hondo. Yo me serví agua.
El portazo de Ramiro aún retumbaba en mis oídos cuando Ángela murmuró algo sobre darle tiempo. Tiempo, claro, como si el tiempo arreglara egos que no caben en una mecedora. Agarré las llaves de la moto, resignado a que el mundo afuera no sería menos absurdo. Al encenderla, el rugido del motor se mezcló con el crepitar de la radio, que estalló con llamados exaltados de la central: voces nerviosas ordenándome despejar rutas y desviar buses ante las protestas universitarias que ya incendiaban las cercanias de la facultad de Derecho en la Universidad de Costa Rica. Un alboroto en la calle: gritos, humo, la ciudad volviéndose un campo de batalla por un conflicto completamente ajeno.
Un grupo de universitarios decidió incendiar cuanto tenían a mano por un atolladero a doce mil kilómetros. Llantas quemadas, banderas recién importadas, consignas en inglés, consignas en garabatos, tiendas de campaña en la facultad de generales, ¿de que va esto, por Dios?. Me mandaron con el grupo de tránsito a despejar rutas y desviar buses. Aquel día en especial, de pronto, todos eran expertos en política internacional, por lo visto los viernes en hora pico también se libra la Tercera Guerra Mundial en San Pedro. La misma canción de siempre.
Ahí estaba mi turno. Reductor de velocidad humano en plena autopista adornada con humo negro. En eso vi a Ramiro. No al niño que me pedía helado, no al que cargué hasta el cuarto cuando se dormía en el sofá. Era el militante perfecto: ojos encendidos, megáfono ajeno, andar revolucionario.
No lideraba, pero agitaba. Pateó varias barreras viales plásticas, agarró un cono y lo lanzó a una patrulla para luego escupir al suelo con furia, se sintió inmortal en tres movimientos. La Policía hizo lo que siempre hace en estos casos: separar, contener, esposar a quienes más desorden estén causando. El lienzo de siempre, el manual de siempre.
Me acerqué por oficio, no por papá. Lo vi esposado. Por primera vez en un año me sonrió. No sé si fue alivio o cálculo, pero me sonrió.
—Mi papá es oficial —gritó—. Suéltenme, no saben con quién se meten.
Los compañeros me contaron lo que había hecho. Me miró como quien por fin reconoce a un salvavidas. Pidió ayuda de verdad, sin consignas. Yo lo tomé del brazo. Bien firme. No con odio, con ese agarre que uno usa para ayudar a un niño a cruzar la calle.
—Diay, mijito —le dije—, esta es la vida del revolucionario. Así fue en el XIX, en el XX y ahora en el XXI. Pa’ que vaya agarrando volados, huevón.
Se subió a la perrera con cara de domingo sin desayuno, almuerzo, café ni cena. Yo hice lo que manda el reglamento y el sentido común: nada dramático, nada heroico. Unas horas adentro y afuera con una historia que contar. Eso no lo enseñan en las asambleas universitarias: cómo huele la revolución cuando se cierra la puerta del calabozo, lo románticos que son los candados.
Cuando salí de la zona, el humo era memoria y la ciudad, ese animal testarudo, volvía a respirar por la nariz. Carreteras limpias, tránsito fluido, los insultos ya eran historias del pasado para el feed de cualquier red social. La mezcla de gases que se levantaba serpenteante de color gris oscuro se mezcló con los micro restos de caucho caliente y el polvo de Circunvalación. Cambié de punto, cambiaron los olores: menos consigna, más frenazo. Ahí empezó el siguiente turno.
Me reubicaron cerca de una fabrica de galletas, no muy lejos de un río, cruce peligroso. No pasó mucho tiempo para ver un sedán del año dos mil cosiendo carriles como si estuviera bordando una bandera torcida. La estela olía a marihuana con pretensiones de otras cosillas. Detuve la moto, manual básico. Ventanilla abajo, cuatro personas disfrazadas de algo que, supongo, creían vanguardia. El conductor se lamía las manos. No es metáfora. Se las lamía con cuidado, como gato antes de una siesta. Tenía el pelo teñido con manchas que imitaban la piel de un felino y dos tatuajes pequeños en la línea de las orejas, puntitos de jaguar jugando a zoológico.
—Documentos —dije, sin adornos—. Cédula y licencia.
—El carro no es mío —respondió, con saliva brillante y mirada despectiva.
—Me muestra los documentos —repetí.
—También quiero que me trate con el pronombre que corresponde —añadió.
No respondí. No discuto gramática en carretera. Volví a solicitar los documentos. El muchacho empezó a hablar y se enredó solo. Dijo que no lo podía tratar como a los demás conductores porque eso sería “violencia especista institucional”. Y cito, porque la libreta aguanta todo:
“El Estado debe reconocer la movilidad interanimal y permitir la autopercepción vial de los cuerpos no humanos.”
Yo lo dejé hablar.
—Le dije que el carro no es mío. Es de él. —señalando al copiloto— Igual, anote bien que soy trans especie. Soy un ocelote.
Se quedó así, mirándome con triunfo, como si hubiese colocado la bandera del gobierno al que representa, en un planeta nuevo. Yo no me reí, no me enojé. Solo abrí los ojos. Tal vez demasiado.
En la parte de atrás venían dos jóvenes con sonrisa de catálogo. La clase de risa que te aprieta el estómago por la insolencia de su actitud. Les faltaba el diploma de superioridad colgado del retrovisor. La muchacha habló:
—A ver, oficial, ¿qué va a hacer ahora?
El copiloto —dueño del carro— estaba en un viaje de alturas. Pupilas como platos, discurso de astrólogo libertario. Por un segundo pensé en mi suegra: “Eso no es marihuana, y si lo fuera, ese cuerpo ya lo habitan otros”. Yo no creo en posesiones, pero sí en sustancias que derriten el poco buen juicio disponible.
Asomé la linterna. El conductor tenía una cola de peluche sujeta al pantalón con alfileres que reposaba sobre sus muslos, como si eso validara la especie. Uñas pintadas, lentes sin aumento, perfume dulzón que peleaba con el intenso olor a marihuana. Seguía lamiéndose las manos y me miró con la calma del felino que quiere que le celebren la siesta con una buena rascada de panza.
Volví a la libreta. Conducción temeraria. Señales ignoradas. Sospecha de conducción bajo efectos de sustancias. Placas retenidas por seguridad. Parte al propietario por permitir que otro maneje así su vehículo. No inventé nada. Es reglamento. Me volví al dueño, que seguía perdido en su viaje.
—Bueno, caballero, necesito su cédula y la licencia. El parte va a nombre suyo.
Me miró sin entender. Le tuve que repetir despacio, como se le habla a un niño que vuelve del recreo. Al final sacó los documentos.
—Y con usted —dije mirando al ocelote—, la cosa va a ser diferente.
—¿Diferente? —preguntó el de las orejas tatuadas, con una sonrisa teatral.
—A usted lo va a atender el SINAC —respondí—. Por su propio bien.
Silencio. El copiloto intentó reír, pero se le enredó la garganta. La muchacha del asiento trasero se cruzó de brazos con gesto de examen reprobado. El muchacho a su lado soltó una carcajada breve, desnutrida.
—¿Me está comparando con un animal? —insistió el conductor, ya menos gato y más jovencito pillado.
—Usted se comparó —dije—. Yo solo llamo a la institución competente.
Marqué. Sistema Nacional de Áreas de Conservación, buenas tardes. Expliqué con calma que tenía frente a mí a un “ocelote” conduciendo, más tres acompañantes fuera de sí, y un vehículo que ya había coqueteado con el muro de contención. Pedí que enviaran una jaula grande y, si era posible, tranquilizantes, por si el felino se ponía uraño. Del otro lado no se rieron. Tomaron nota, pidieron ubicación, activaron protocolo. Al mismo tiempo informé a mi central: placas retenidas, parte en proceso, apoyo por conducción bajo sustancias.
El conductor, de nuevo con la lengua en la mano, bajó un poco el tono.
—No tengo vacuna antirrábica —dijo, como si eso le regalara puntos de originalidad.
—Por eso pedí tranquilizantes —le respondí.
Los de atrás comenzaron con el viejo show de la humillación al uniforme: que soy ignorante, que no me capacitan, que soy parte del aparato represor del tránsito, basicamente que formo parte de la unidad mas despota de las fuerzas castrenses, evidente que su batidora de ideologías era un caos: citaban autores a medias, mezclaban teorías que apenas rozaban, todo amparado en su pedestal universitario y los privilegios que, seguramente con mucho esfuerzo les regalaron sus progenitores.
Lo decian como si yo fuera ministro del caos nacional. No me sulfuro. A esta edad uno recicla los discursos y los convierte en abono para el jardín. Tomo los datos, cotejo en el sistema, imprimo el parte.
—Pero, oficial, ¿por qué se lleva las placas? —preguntó la muchacha.
—Porque así protege el país el derecho de ustedes a llegar vivos a su casa —contesté—. Mañana agradecen.
El Toyota Hardtop del SINAC llegó al rato, con la jaula montada atrás y dos muchachos que traían cara de haberlo visto todo. No traían burlas, traían oficio. Les expliqué que el “ocelote” afirmaba ser ocelote. Asintieron con esa calma de viernes y bajaron del carro como quien va a recoger un perezoso del tendido eléctrico.
Lo que no me esperaba era el tamaño de la jaula: una enorme estructura metálica, brillante, con candados de zoológico. Por un momento pensé que era una exageración, pero luego recordé que el reglamento siempre prefiere pecar por exceso.
Cuando el ocelote la vio, se le fue la postura. Primero levantó las manos, luego gritó, después intentó correr. Pataleó, insultó, citó derechos, habló de tortura institucional y de “violencia especista en acto”. Nada nuevo: el mismo guion que sigo viendo en humanos y en gatos.
Los funcionarios lo sujetaron con precisión veterinaria. Él se revolvía, chillaba, trataba de morder, como si al fin le estuviera haciendo honor al personaje. Terminaron metiéndolo en la jaula. Quedó hecho un ovillo de furia y maquillaje corrido, dando vueltas en su propia rabia.
El dueño del carro cruzó la calle tambaleando, entre bocinazos y luces que parecían no verlo. Llegó a la acera de enfrente por pura misericordia del tránsito. Se dejó caer junto a un poste y se abrazó a sí mismo como quien busca calor en medio de un sueño.
Tenía la mirada fija en la luna llena que al parecer por su mirada, juraba se lo quería comer, y en la escena que se desplegaba frente a él: los del SINAC cerrando la jaula, los dos revolucionarios pálidos, mi moto parpadeando sin descanso. Las luces azules le pintaban a ratos el rostro de sus amigos y el brillo metálico de la jaula.
Quiso decir algo, cualquier cosa, una vez más no encontró palabras. Solo apretó más los brazos, como si así pudiera no despertarse nunca del viaje. Al frente los 2 Ches Guevara se tapaban la boca, se agarraban la cabeza, querían entrar en acción, pero la realidad los golpeó con el peso de una ley que ni conocían. Tenían discurso, no reflejos, parados cerca del bómper trasero. Miraban de reojo la jaula, tal vez esperando que todo fuera una broma.
Los del SINAC pidieron los permisos de tenencia.
—¿Permisos de qué? —respondieron los dos al unísono, con la misma voz de quien aún no entiende que esto ya no es un debate.
Uno de los funcionarios, el que parecía llevar más turnos encima, les explicó con calma:
—La tenencia de especies silvestres en peligro de extinción está prohibida en Costa Rica, salvo que provengan de un centro de manejo autorizado. El ocelote es una especie protegida. Y ustedes, según veo, no tienen ni permiso, ni centro, ni la más mínima idea de lo que implica andar con fauna silvestre ilegalmente, por media ciudad.
Los dos se miraron, pálidos, sin saber si responder o esconderse.
—Por favor, ¿de qué putas están hablando? —dijo uno—. ¡Obviamente el carro no lo manejaba un animal!
El del SINAC siguió llenando el formulario con letra de costumbre y les dijo, sin levantar la voz:
—Muchachos, demasiado tarde para recular. La multa no es cualquier menudillo.
Cuando los del SINAC cerraron la compuerta del Hardtop con un golpe seco, el ocelote chilló desde adentro:
—¿Cómo putas me van a llevar aquí? ¡Como si fuera parte de un circo, para que todo Chepe me vea desfilando! ¿Qué les pasa?
Los del SINAC se volvieron a ver, incrédulos. Uno me dijo, casi en susurro:
—Bueno, otros bichos que hemos llevado no han dicho ni una sola palabra.
No supe si reírme o santiguarme. Solo asentí y firmé el parte. El Hardtop arrancó despacio, con la jaula temblando en la caja. Detrás quedó el olor a humo, marihuana y spray de uñas.
Al verlo alejarse, pensé que el país entero se parece a ese carro que se quedaba sin pasajeros: cuatro ocupantes confundidos, un dueño ausente, “un felino” al volante y nadie con licencia para nada.
Todo siguió como dicta el siglo: cada quien a su oficina, cada papel en su carpeta, cada risita guardada para otra ocasión. Cuando me devolvieron la libreta, respiré hondo. No de alivio ni de enojo. De hábito.
Antes de irme, el conductor me hizo una última pregunta desde la acera, al otro lado de la escena, con voz de ser humano:
—¿De verdad cree que soy un peligro?
Lo miré un segundo. No dije nada. Algunos partes se explican solos. Guardé la libreta. El viento movió un papel en el asfalto, sobre el que se leía: “Somos auténticos”. Lo recogí, lo doblé y lo metí en el bolsillo donde llevo los partes. No por recuerdo. Parte de las anotaciones de la bitácora del día.
Encendí la moto. En el retrovisor vi, de reojo, a un gato flaco cruzar la calle con la dignidad intacta de los que no deben explicarse. Toqué el pito por reflejo y le abrí paso. Luego seguí por el carril, a ordenar el desmadre. El país siguió manejando como siempre. Yo también. Con la fe ridícula de que, a fuerza de pito y mano en alto, tal vez una noche de estas lleguemos todos a casa sin manifiesto nuevo que memorizar.
Ya en mi casa, Ángela había dejado el café sobre el disco de la cocina, sin reproches. Bernardita dormía, rosario en la mano. En la mesa, una nota con dos palabras: “Estoy bien”. Sin firma. Tampoco hacía falta.
Guardé la nota junto al papelito de la calle. Dejé el uniforme en el respaldo de la silla. Cerré los ojos. Mañana toca otra rotonda y otro discurso. Lo bueno es que el silbato no lee hashtags. Yo describo. Que otros hagan poesía. Yo escribo partes. Y a veces, cuando el país decide conducir como animal, me toca escribir finales.