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Análisis unidimensional-multifactorial de la cerveza perfecta

por Bernardo Soto

A veces las unidades de una dimensión dejan de ser importantes. No me da pena aceptarlo siendo ingeniero con un par de maestrías: antes de llegar a esta conclusión tuvieron que pasar 40 años de investigación y ensayos clínicos (en los que he sido conejillo de indias por voluntad propia, movido por el mero interés científico). Lo comprendí cuando descubrí que, si la temperatura de una cerveza es la correcta, todo se vuelve atemporal, adimensional. El termómetro pierde su validez, aunque esté calibrado y el certificado no haya expirado. La cerveza está perfectamente fría y no queda más que tomarla. Nada mejor que una birra en el momento espacio-tiempo oportuno.

Ese momento puede darse en la ducha, por ejemplo. He conocido gente que se mete al baño en horas de la noche con agua caliente y una birra bien fría. Yo, por mi parte, recuerdo que mi primer mejor six-pack me lo tomé entre el Automercado de Tamarindo y la iglesia. Íbamos invitados a una boda y la novia no llegaba. Tras dos horas bajo un calor dantesco, al mediodía no aguanté más y salí. Después de cinco minutos eternos, llegué bañado en sudor; por dicha, el aire acondicionado me atenuó el bochorno. Al recuperar el aliento me dije: estos 500 metros no los voy a sufrir otra vez. Me compré un six-pack convencido de que tomaría dos en el camino, dejaría dos en el carro “por aquello” y me sobrarían dos para la goma, porque el evento prometía ser un fiestón.

Y bueno, efectivamente me mandé las dos primeras y llegué como un gatito a la butaca donde estaba mi familia. Pasaron veinte minutos más y la novia seguía sin llegar. Entonces me entraron unas ganas de orinar y salí al baño. Al regresar, pasé por detrás del biombo para no distraer a los feligreses y un vaho condensó en mis anteojos. La lógica me metió esos diálogos internos en la cabeza: “Si te cayeron dos bien, las siguientes van a caer mejor”. Sin embargo, era un operativo de mucho cuidado, y mi alma racional me pedía extremar precauciones. Crucé la calle sin ser visto desde la iglesia —y mucho menos por la novia que estaba por llegar— y me fui discretamente. Estaba por abrir la puerta del carro cuando vi una limosina a pocos metros, a velocidad discreta: no era la novia, eran las chicas de un sugar daddy local.

Encendí el carro y puse el aire acondicionado. Las cervezas ya estaban calientes. Cosas de la vida: lo que hacía pocos segundos era perfecto, ahora provocaba náuseas. ¡Qué madre!

Así como esta historia, podría contarles otras en donde uno sufre por el sano afán de sostener un Taller de Refrigeración de Garganta. En otra ocasión estábamos en Cóbano y se nos ocurrió hacer un viaje que resultó intensísimo para la #camionetaforddepiro. De alguna forma logramos movernos de Malpaís a Montezuma por dentro. Aquello era un camino para caballos o para carros 4×4, pero lo compensamos con unos sacos de arena en la batea y bajando la presión de las llantas a 20 libras (20 psi).

Al llegar nos recibió un moreno en una fonda que uno no sabe si es oscura o si entra encandilado. Apenas vernos hizo una movida inesperada: sacó y abrió dos birras. “Sólo hay Pilsen”, dijo, y las puso de golpe. De inmediato, la espuma salía del pico de la botella como un volcán en erupción. Cuando la cerveza sufre un descenso de temperatura, el líquido encuentra un punto de congelación cercano a los  – 4 °C. Todo líquido con un solvente —alcohol o sal, por ejemplo— altera esa temperatura de congelación: lo que llaman descenso crioscópico. Es decir, el agua no congela a 0 °C, sino por debajo de cero.

Tras la espuma de una cerveza así, uno pierde oxigenación de tanta succión y todo se entorpece cuando se manifiesta un bloqueo de hielo en el cuello de la botella. El moreno resolvió con conocimiento práctico: le puso media onza de guaro a la birra y de inmediato, por el mismo principio antes comentado, la concentración de alcohol bajó el punto de congelación. Las propiedades coligativas dependen de la concentración del soluto. Definitivamente, una mala experiencia.

Por dicha siempre existe la ley de la compensación: luego llegan mejores cervezas. Y no hablo de las alemanas o belgas. Acá en Costa Rica tenemos excelentes opciones, incluso apoyando algunas cervecerías artesanales. Pero nada como la cerveza que, al abrirla, aparece con una capa gelatinosa de hielo flotando al servirla. Es la misma de antes, pero sin congelar. Ese es el punto caramelo: la temperatura perfecta para sostener un digno Taller de Refrigeración de Garganta.

A veces la mejor cerveza se acaba quebrada en medio de una bronca de cantina. Siempre hay algún cabrón que se juma, vomita y se descontrola como si aún existieran los vomitorios de tiempos romanos. Puede terminar en los pantalones, pues la birra es un diurético conocido. Los excesos transforman lo que debería ser una experiencia plácida en un mal ride. Incluso una noche tuve una pesadilla al respecto: soñé que un compa salió en las noticias, amaneciendo en una marqueta de hielo en un charral en Jacó.

LA EXPERIENCIA

Otro factor importante de la ecuación es la cantidad. ¿Cuánto es suficiente? En mi caso, el número perfecto es tres unidades. Luego no sé detenerme, o no dejo espacio para las bocas. Sobre el exceso, recomiendo beber sólo en lugares donde, sobrio, uno se sentiría cómodo para quitarse los zapatos. Eso nunca se hace en cantinas. Otro mandamiento sería: jamás se toma en chancletas en público.

Lo emocional también pesa. No se puede beber con mucha cabanga ni con demasiada euforia: los extremos vulnerabilizan y alteran el sistema nervioso. Ese maravilloso 4 a 12 % de alcohol v/v se vuelve muy peligroso al mezclarse con otras sustancias. Siempre es bueno reconocer el momento de levantarse o, mejor aún, quedarse en la tertulia, pero tomando agua o un café para ajustar los niveles del doping. Una cosa es disfrutar y otra convertirse en un borracho necio, majadero y repugnante. Como dice un amigo: la peor y más traicionera cerveza es la última. El único escenario peor es cuando se la madrugan a uno: siempre hay un abusador en las fiestas, ese tipo que mete la mano en tu hielera. Dios guarde la pongás en la refri de la casa del amigo: curiosamente se sublima.

Fila de botellas de cerveza y licor detrás de un vidrio empañado en un refrigerador.
El sueño de un buen taller de refrigeracion de gargantas.

Mi primera cerveza. Recuerdo ahora que fui con mi amigo José Zavaleta. Era más bajito que yo, pero tenía un bigotillo precoz. Teníamos 17 años y se nos ocurrió ir a pedir una birra, veinte metros al sur de lo que fuera, en donde Chepe Espinoza. Siempre hay una primera vez. Yo apenas logré terminármela: me puso mareado en dos toques. Quién iba a decirlo… Jamás imaginé que mi amigo se convertiría en un atleta de licor de alto desempeño años más tarde. Hoy, tras sus años de gloria, mantiene un espíritu deportivo a prueba de balas: le rinde mucho.

Este texto es también para solicitarles amablemente que nos colaboren con el siguiente cuestionario. Recordemos que la estadística no se equivoca, sino el muestreo. Por favor, participen y compartan el link. En nombre del IQCPLII les agradezco mucho. Los datos serán utilizados para una investigación fundamental en el desarrollo de una marca que tenemos en gestión.

Si este texto lo cautivó, en el menú: Cine Ciudadas & Cantinas puede encontrar mas textos similares al que acaban de leer.

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