Por Nina Duvrovsky
Desde la Cumbre no se ve la acera rota.
Hay encuentros que te cambian. Otros, que revelan lo que no querías ver. Este fue de esos últimos. Hace unos años, subimos hasta la cumbre de una montaña para grabar un podcast con uno de los personajes más elocuentes y brillantes del país: don Rolando Araya Monge. Nos había abierto las puertas de su casa para conversar. Pero no nos preparamos. No hicimos la tarea. Y el resultado fue un desastre. Pero lo que realmente me impactó no fue el fracaso del podcast, sino la sensación con la que bajé esa montaña.
Me sentí como Guido, el personaje de Roberto Benigni en “La vida es bella”, cuando cree que su amigo el doctor del campo de concentración lo va a ayudar a salvar a su hijo, pero en cambio lo detiene para hablarle de una adivinanza que no puede resolver. Mientras el mundo se desmorona, el doctor está obsesionado con un acertijo. Así me sentí después de esa entrevista: nos topamos con alguien tan enfrascado en su propio universo que no puede ver lo que hay afuera.
Y eso me hizo entender algo: aunque nos hubiéramos preparado a fondo, aunque hubiéramos llevado el mejor cuestionario del mundo, el resultado habría sido el mismo. Porque la Costa Rica que habita en la cabeza de Rolando Araya no es la que camina la gente. Es una Costa Rica teórica, elegante, abstracta, que se alimenta de conferencias, de manifiestos, de ideas grandes que no pisan calle. Es una Costa Rica sin pulperías, sin techos de zinc, sin aceras rotas ni filas en la CCSS. Es una Costa Rica mucho más pequeña que la real.
Desde varios puntos de su casa en la montaña (porque lo vi con mis propios ojos), se pueden observar claramente San José, Cartago, Heredia y hasta una parte de la Ardiente Alajuela. Cordilleras que parecen pinturas. Una vista hermosa. Pero desde ahí no se ve la alcantarilla rota frente a la escuela en Paso Ancho, ni el basurero improvisado a la orilla del río en el bajo los anonos. Desde la cumbre no se escucha el portazo del bus que no esperó a la señora con la bolsa del diario.
Y, sin embargo, desde ese lugar, se nos habla de justicia, de transformación, de revoluciones. Se nos habla de Socialismo Quántico.
¿Qué es eso exactamente? Bueno, según don Rolando, es una forma de pensar el futuro con herramientas de la física cuántica. Una democracia radical por amor. Una economía sin dogmas. Una nueva era.
O, en otras palabras: un concepto tan abstracto que permite que todo sea posible en otro universo. En uno paralelo, quizás ya resolvimos el caos vial, la inseguridad, la corrupción y el desorden urbano. En uno paralelo, quizás hasta tenemos aceras planas preciosas, y ministerios eficientes. En este, no. Pero en otro, tal vez. Según la cuántica, todo puede suceder.
Y entonces el Socialismo Quántico se vuelve eso: una coartada elegante para no tener que responder por lo que no cambia. Porque si algo no funciona, no es culpa del líder, es que aún no estamos en el universo correcto.
¿Y qué pasa con este universo? ¿Qué pasa con la gente que vive en La Carpio, en Hatillo 8, en Guararí? ¿en Cieneguita? ¿Qué pasa con los que no ven la democracia como teoría, sino como cola en el EBAIS, como rebaja en el arroz, como miedo al volver a casa de noche y encontrarse depronto en un fuego cruzado entre sicarios y su victima?
Nos han vendido la historia de que fuimos gobernados por genios. Mentes ilustres, iluminadas, con doctorados en todo menos en sentido común. Nos guiaron —dicen— con sabiduría, visión, y una profunda conexión con el pueblo… desde el aire acondicionado. ¿Y el resultado? Un sistema que se descompone en cámara lenta, como si la podredumbre fuera parte del plan maestro. Los fondos para vivienda se giran con eficiencia milimétrica, aunque nadie se moleste en verificar si las casas se construyen, si tienen agua, o si simplemente existen más allá del papel. ¿Quién necesita fiscalización cuando se tiene fe?
En el otro extremo del delirio, el pueblo ya sabe cómo funciona el juego: mientras nadie mire, todo se vale. Se construye sin planos, sin permisos, sin remordimientos. Las municipalidades, fieles a su rol ornamental, fingen no ver. Y los reglamentos, esos documentos polvorientos, sirven más de portavasos que de ley. Los mandos medios agilizan procesos —con la debida lubricación, claro— porque aquí el “servicio público” es una expresión muy flexible.
Todo se negocia, todo se reacomoda, y todo se justifica con promesas de modernidad que colapsan en el primer aguacero. Y cuando los arquitectos del desorden finalmente alzan la ceja, ya la ciudad creció como un hongo mal curado: fea, rápida y sin control. Pero tranquilos, que la solución llega… con la primavera. O eso dicen. Lástima que en Costa Rica, la primavera nunca llega. Aquí solo hay dos estaciones: la de la excusa, y la de la costumbre.
En ese ocaso que muchos no quieren ver, aparece el discurso del “genio malinterpretado”. El lamento de los que dicen que el país no estuvo a la altura de sus ideas. Pero no es el país el que falló. Es que algunos nunca quisieron salir de su torre de observación.
Leí el manifiesto de don Rolando Araya titulado “Hacia el Socialismo Quántico” con la esperanza de encontrar, al fin, alguna brújula concreta en medio del caos. Lo que encontré fue un desfile de frases nebulosas como: “una democracia radical por amor” o “una ontología más elevada que transforme la civilización”. Palabras grandes, sí. Pero sin calle, sin barrio, sin escuela pública ni parada de bus. Lo quántico, en vez de usarse como herramienta científica o filosófica rigurosa, se convierte en muletilla: justifica todo, permite todo, resuelve todo… pero solo en universos paralelos. En este, seguimos con la acera rota y el albergue sin agua.
Lo más grave no es el uso gratuito de la física cuántica ni la falta de propuestas, sino la ausencia total de autocrítica y contacto con la realidad. No hay mención a los fracasos, ni al desencanto ciudadano, ni al legado de corrupción que ha carcomido hasta las bases del país. Tampoco hay una pizca de escucha hacia la gente real. Todo gira en torno a su autor: su claridad, su viaje, su descubrimiento, su introspección. Una narrativa mística que reafirma el viejo culto al genio iluminado que no necesita ensuciarse los zapatos. En tanto, el país —este país, no el imaginario— sigue esperando soluciones que no vengan disfrazadas de hologramas.
Desde allá arriba, en la montaña, tal vez el país parezca ordenado. Tal vez haya lógica, armonía, incluso belleza. Pero basta bajar unas cuadras y ver los carros de alta gama patinando en la bajada, para entender que no hay quántica que arregle un país si nadie se ensucia los zapatos escuchando a la plebe.
Desde la calle y sin escolta,
Nina Dubrovsky / Universo de Sangre Sombras & Asfalto
Directora y jefa de redacción del Nodo Orbital de Noticias y Vigilancia Informativa (NONVI)
(Firmado en nombre propio. No por agenda. No por beca. No por likes.)