Por Bernardo Soto.
En este texto pretendo revisar la comprensión de esa transición de estadio a la que llamamos muerte. Cuando uno tiene la suerte de contar con un guía espiritual-ancestral —y sabe escucharlo— es porque ya dejó de luchar contra la cárcel de la temporalidad a la que llamamos vida, encerrada bajo llave en este estuche de piel.
Poveda siempre nos ha dicho: «Porque la muerte realmente no existe». Es que no la comprendemos. A mí eso me puso en un estado de alerta encendido, elevado a la enésima potencia.
¿Cómo se procesa la ausencia de un ser amado cuando ya se liberó y dejó a su espíritu volar?
Mi primera reacción ni siquiera fue estar atento a su violenta forma de arrancarse los monitores y electrodos del pecho y de los brazos. En esas fracciones de segundo, en ese abrir y cerrar de las puertas de emergencia, ocurre una película en slow motion: el tiempo se disocia y se nos aplanta.
Yo pensaba que estaba vivo, pero lo grisáceo de su rostro era el preludio de su muerte. Mi tata Piro luchó hasta el último momento. Minutos después llegó una médico con el cuento de que el pronóstico era “muy reservado” y yo le subí el tono a la voz:
—¡A mí no me meta cuento! Dígamelo sin rodeos.
Al final, lo único que estaba haciendo era acelerar el flujo de información hacia lo inevitable. En ese instante todo se plastifica y, cuando te das cuenta, ya estás en la iglesia al día siguiente, viendo llorar a mucha gente. Se te borra lo ocurrido hasta que te entregan la epicrisis, y luego viene el ingrato paso por la morgue: ese momento en que te traen el cuerpo y te ponen a hacer el doble check de que efectivamente es tu muerto. Jamás toqué una nariz tan fría.
Mis palabras en su honor fueron bien recibidas. Antes de arrancar con el discurso, le pregunté —micrófono en mano— al cura si podíamos enterrar a mi tata de forma vertical.
—Porque mi tata luchó parado toda su vida.
Con esa narrativa de superhéroe se me olvidó decir lo mucho que vacilábamos imaginando cómo sería más fácil encontrarnos en el infierno. Inventamos que, sin importar cómo, apenas él llegara allá debía buscar la forma de trabajar en la caldera #6. Así sería sencillo: yo, al morir, lo iba a buscar ahí. En la 6 fijo nos veríamos.
Las seis noches siguientes dormí aparte y, con el paso de los meses, fui amargando mi duelo. La comida me sabía a hiel. Varias personas cercanas me decían que había perdido algo de mi esencia, que estaba desalmado.
En cambio, mi tata, cuando murieron tío Coco y luego mi abuelo, parecía el mismo de siempre. Nunca se dejaba ver llorando. Lo único distinto era una nueva manía: liberaba su pesar a trasluz, en la ventanilla del baño. Alzaba la mano, como diciéndoles: «Espérenme, pronto les llego».
Hoy, después de varios años, recuerdo lo mucho que le gustaba leer a Khalil Gibrán:
«¿Qué es morir sino permanecer desnudo ante el viento y fundirse al sol?
¿Y qué es dejar de respirar sino liberar el aliento de sus mareas inquietas, para que pueda elevarse, expandirse y buscar a Dios sin trabas?»
De fijo él sí comprendía que, aun sin verse, les decía a sus muertos con la mano al sol: «Pronto nos vemos». Y ellos, aunque ausentes de cuerpo, iban a recibir el mensaje en otra dimensión.
Si esta historia resuena en tu vida, comenta y comparte tu forma de entender la muerte.
¿Acaso le llevarías la contraria a Poveda? Para él, la muerte no existe.