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Acerca de las causas perdidas

por Nacho Aleman.

Acerca de las causas perdidas o, mejor dicho, empresas absurdas.
Una vez acabada la escucha del episodio «podcastiano» que inmortaliza la tertulia en torno a los distintos ímpetus, fines y pertinencias que supondría desentrañar, recabar, auscultar y, a modo de desembocadura, editar —ojalá para la posteridad— la obra «Povediana», el último sorbo de café —ese que carameliza el gusto ulterior de tan mundano y enigmático elixir— abrió la puerta, de plano, para que múltiples cavilaciones pulularan y montasen campamento entre mis sienes.

Es compleja la cuestión, porque forma y fondo se presentan como un enrevesado divorcio. Es casi como querer domar a una bestia cuya belleza radica precisamente en su centelleante salvajismo. No obstante dicha, aparentemente irresoluble, se abre paso un raro confort propulsado por la certeza de que quienes estarían (o, quizás, ya están) detrás de tan magna empresa, ataviada de imposibilidad, poseen la única postura estéticamente admisible: la de un absurdo derrotismo. Solo así, desde mi punto de vista, pueden perseguirse eso que se conoce como «causas perdidas» que yo prefiero llamar «empresas absurdas».

La absurdidad como la (inherente) contracara de la felicidad.

En su decididamente densa y enrevesada colección de ensayos, el escritor, filósofo, activista político, periodista y, entre otras facetas más, guardameta de fútbol, Albert Camus, concibió un proyecto para desmontar el andamiaje interpretativo del Mito de Sísifo y, con ello, dotarlo de una significación alternativa. Allí saltan a la vista los paralelismos que traza entre las nociones de absurdidad y felicidad. En traducción-interpretación libre, sostiene Camus que: «Uno no descubre lo absurdo sin verse tentado a escribir un manual de la felicidad… Lo feliz y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra».

[Aquí no puedo evitar recordar el magistral «verso Povediano» que inscribe la posibilidad de un goce instantáneo, jugando con las divertidas formas de denotación de «lo rico», en una singular forma de onanismo: allí convergen los dos hijos de la tierra. Lo absurdo de una incomprendida tomadura de pelo permite concebir una felicidad que, por efímera, no deja de ser palpable, literalmente].

PRESENTACIÓN POVEDAE VULGARIS

Emergiendo de dicho parto de Gaia visualizo la quijotesca —figura, por antonomasia, absurdamente feliz y felizmente absurda— tarea de reunir el legado que «Pove» ha regalado al mundo literario. La persecución, para obtener la consecución, de todo acto que, ante los ojos de la más pura racionalidad, no reviste mayor relevancia y, sobre todo, se presenta fuera de los linderos de «lo posible», se denota, por lo general, con absurdidad. Pero ello sucede por gracia de una infortunada incomprensión: lo absurdo no es carente de sentido ni de objeto. Muy por el contrario, comporta —y, cuando no, constituye— un disfrute singular y específico, como evocaba el «verso Povediano» antes referido.

La felicidad de (intentar) conseguir aquello que el lente de las convenciones sociales determina como absurdo torna, a mi juicio, menos perdido y, por ende, más tangible su logro. Dicho de otro modo, editar el cuerpo textual de «Pove» tiene que ser (o, bien, haber sido) un acto felizmente absurdo desde el momento en que fue, primero, imaginado y, después, consumado. Como cordeles que se entrelazan y, a un solo compás, capturan a quienes se aventuran en las empresas de lo absurdo, la felicidad de verse atrapado por las cuerdas de la absurdidad sostiene la perseverancia hasta que el último gramo de absurda felicidad se haya transformado en el objeto (de deseo) procurado.

Foto: Pia M. Vittoria, 2016

Cada absurdo al pie de su feliz montaña.

Como corolario, desemboca la relectura del Mito de Sísifo de don Albert en una enigmática, por antonímica, observación: «Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Uno siempre encuentra su carga propia una y otra vez. Pero Sísifo enseña la alta fidelidad que niega a los dioses y eleva a las rocas… Cada átomo de esa roca, cada copo mineral de esa montaña repleta de noche, en sí mismo forman un mundo. La lucha en sí misma hacia las alturas es suficiente para llenar el corazón de un hombre. Uno debe imaginar a Sísifo feliz» (una vez más: traducción-interpretación libre).

Es así, pues, y no de ninguna otra manera concebible, que imagino el génesis de este acto autoimpuesto y, de seguido, visualizo la lucha encendida para dar con la cumbre en la que el derrotero trazado ha de encontrar su cenit. Al pie de su montaña veo, ahora, a un sonriente «Pove» retratado ante la roca transfigurada en su obra editada: páginas que niegan dioses gracias al atrevimiento de aquellos que nunca perdieron su causa (ni su cauce), sino que descubrieron la felicidad que, tan absurdamente, traía consigo.

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