por Bernardo Soto.
Transcurrían los años 80 y a diario olvidaba el consejo de mi madre: la vida semi-rural era un peligro. A las 5 de la tarde gritaba: Bernardooooo, pero ya no estaba por ahí para ver La familia Telerín.
¿Se figura usted lo que era salir empolvado de pies a cabeza de la plaza del Maracaná, en Brasil de Alajuela? Lo que tocaba, para disimular la suciedad, era bajar entre cafetos hasta la poza de la Iguana. Los árboles de manzana rosa nos daban sombra, un poco de energía, minerales y vitaminas.
Eran tiempos alegres sin la intervención del dios Cronos; momentos de pleno gozo y ludismo puro. Kairós nos removía sutilmente la dimensión del tiempo, hasta que el agua escurría el cierre del día y los dedos terminaban arrugados de tanto chapuzón. Nos secábamos sobre una piedra, aprovechando el último rayo de sol.
Subiendo hacia la casa era inevitable: había que enfrentar la cuesta de la Muerte sí o sí. No recuerdo si fue idea de Koki-Diablo o de cuál intelectual de la vagancia, pero planeamos armar un mega carro rodante. Montamos un colchón viejo sobre cinco carritos de rolines. Jamás había sentido la velocidad de una montaña rusa: la inercia de catorce mocosos era suficiente irrespeto a las leyes de Newton. Los gritos de susto eran tan prolongados que en esos cien metros uno se tragaba, mínimo, diez mosquitos. Las heridas y raspones eran trofeos de guerra. La cuadrilla del barrio jamás intentó una hazaña semejante y, al siguiente verano, el pinball de Pochet ya no sonaba más: era el inicio de un nuevo proceso.
De los mosquitos tragados en la cuesta pasamos a tragarnos otra fiebre: la de MTV.
Pero los ochentas marcaron un antes y un después. No fueron una década más: en realidad fue un salto cuántico. Casi me atrevo a decir que, cuando MTV salió con Video Killed the Radio Star, no se trataba de una simple canción, sino de una sentencia predictiva.
Uno tenía un gusto de pura oreja gracias a la radio y a Roper Alvarado con sus 30 rapiditos y Concierto para enamorados. ¿Cómo saber entonces quién era Peppino di Capri, Miguel Ríos o Claudio Baglioni? Igual el tiempo los puso en su pedestal, pero ciertamente eran de radio.
Cuando la música empezó a acompañarse de videos, ya la cosa era diferente: uno montaba la coreografía y revisaba la letra en programas como Hola Juventud de Nelson Hoffman.
Entre los videos y las tareas, la secundaria requería de ciertos pasos que aprender.
El colegio exigía un rigor académico, suficiente dispersión para olvidar aquellos momentos de barrio. Había que formar parte de un subgrupo para ser alguien. En mi caso me vi en la necesidad de aprender tres cosas nuevas:
- Cómo ser buen estudiante.
- Cuáles eran los pasos y bailes del momento.
- Cómo ser parte de una élite deportiva.
En este relato hablaré de las dos primeras, ya que la tercera merece otro texto. Lo de ser buen estudiante me tomó unos tres años, y no lo hubiera logrado sin la paciencia de mi amigo. Era tan pequeño que le decía “reptil”, porque su caminar iba casi a ras del suelo.
Lo del baile era importante, casi un arma de defensa personal. Al cierre de los setenta la música disco era parte de la cultura juvenil, pero también la salsa, el merengue y las baladas se fundían con las emergentes bandas de rock. No bastaba con bailarlas: también era clave sacar las letras de los LP para cantarlas, antes de hacer un ridículo en los quinceaños o en los bailongos de Los Leones, donde muchísimas bandas locales lanzaban un movimiento viral llamado Chiqui-Chiqui.
Por dicha, las amigas de mi hermana llegaban a la casa y, al son de Barry Manilow, los Bee Gees, Rod Stewart y Rubén Blades, practicaban sus pasos. Gran suerte la mía haber estado ahí. El universo me regalaba la más grande oportunidad: un laboratorio para vencer el miedo a las mujeres y poder tenerlas tan cerca.
Todas tenían dos años más que yo y había que tener cuidado de no rozar las curvas pectorales del frente. De lo contrario iba a quedar en evidencia: uno no era de palo, y la verticalidad del baile podía perturbarse con una L horizontal en mi entrepierna. Por dicha no existían todavía el perreo ni el reguetón.
Lo ensayado en la sala se ponía a prueba en los eventos sociales de la juventud ochentera Alajuelense.
Las melcochas, las lunadas y los bailes de cole se convertían en el momento de la verdad. Sonaba Michael Jackson con Off the Wall y todo se decidía. El que baila, se mueve y sobrevive, lo siguen invitando. Y era un plus poder susurrar la canción al oído, especialmente si era alguna de Journey o de Survivor.
A eso se le sumaba tener a Quique como compa. El hombre era guitarrista, compositor y un gran líder del talentoso y perverso método de la serenata. Era un ángulo de alcance potable y hasta bien visto por las futuras suegras, una costumbre de la vieja escuela. Ese recurso podía ser lo que finalmente inclinara la balanza a tu favor.
Resumo: no era suficiente bailar y cantar, había que conquistar chicas y destilar hormonas de la forma más casual posible.
Cuando la serenata no alcanzaba, había que graduarse en otros salones.
Si las cosas iban mal, aún quedaban oportunidades. Podías entrar a bares como La Soga o La Troja, donde la música y el estilo eran otros, y las féminas de esos lugares eran más tolerantes ante la ingenuidad colegial. Había que verse como mayor de edad, aunque difícilmente te pedían cédula.
Al cierre de una jornada así, nada mejor que una Kola y un raviol, un taco o una torta arreglada en la ventanita de Chico’s Bar. La profundidad del caño formaba una banca en el cordón de la acera.
Jamás voy a olvidar la vez que les dije a mis compas que se movieran del lugar, porque venía una rata de un tamaño descomunal —lo que mi amigo Valdo denomina una rata pantanera con así colota.
Yo seguía en lo mío, comía y derramaba carne y repollo para atraer al bicho, que cada vez era más confianzudo. Ya me tenía harto, por eso se la cuadré. Cuando estaba comiendo justo a mi lado, la muy cándida no la vio venir. Le zampé un patadón que la corrió como diez metros al oeste.
Créalo o no, se sacudió fúrica y decidida. Ahora era un asunto personal, o más bien ratal. Se me vino encima a toda máquina y no me quedó más opción que salir huyendo. Los chillidos del bicho aún resuenan en mi oído. Recuerdo que, cuando llegué a la estación de bomberos, ya no la escuchaba. Giré la cabeza como en la peli de El exorcista, pero seguí en carrera. Posiblemente la dejé jadeando en algún punto de la calle real.
Entre roedores y canciones, entendí que todo giraba siempre alrededor de Alajuela.
Como pueden ver, los peligros y las formas de defenderse eran otros. Alajuela centro era un anillo perimetral bordeado por la calle ancha y, hoy igual que siempre, me mantiene atado cual cordón umbilical. Si bien crecí al ruido del campanario de la Catedral, la mera idea de que la libertad es una quimera —una caja más grande—, me hace celebrar cómo se ha estirado el mecate. Ahora me invento el pretexto de salir y regresar a diario del epicentro del sistema planetario: Alajuela de mis amores.
Memorias indelebles de una década marcada por la música. Para cada acción había una pieza que se convertía en el soundtrack del trance que estabas viviendo. Por eso uno ahora comprende que no hay gente que camina raro: simplemente llevan una canción permanente en la cabeza.
Hoy, por cierto, a veces me siento como el superhéroe americano (Believe It or Not), y otras más heavy me siento tan bipolar como Charly García: a veces me siento tan bien, estoy tan down… calambres en el alma.
La candidez fue un riesgo, sí, pero también el borrador del coraje que hoy me sostiene.
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Mi amigo Piro
Definitivamente tenés una fina pluma.
Abrazo fuerte.
muchas gracias por su lectura Don Gilbert! Saludos!
Hermosa crónica.
No mira el pasado con vacía nostalgia, sino como fuente para reflexionar y sentir el presente y el futuro.
Saludos Barnabe, muchas gracias por la lectura!
Un relato que lleva, además de una banda sonora intravenosa, la música incidental del asombro y el filtro tecnicolor de la nostalgia.
saludos lider maximo astral!
Pirazo, qué buen relato y qué buenos recuerdos nos trajiste a la memoria!
Época excepcional, amigos, familia, compás de barrio y andanzas, me hiciste recordar hasta el olor de mi amada Calle Real, las aventuras del parque, del cole, de las quinientas y sobre todo las tardes músicales que siempre nos acompañaron. Gracias por ese tour a los recuerdos del alma.
buenos dias, muchas gracias por su comentario y lectura! Saludos!