por Valdo J.
Los miércoles nunca empiezan como miércoles. Ese día, por ejemplo, yo juraba que era martes 9, y en realidad era miércoles 10 de septiembre de 2025.
Estaba terminando una entrada contra uno de esos políticos y partidos que han hecho de la política una forma de vida en lugar de una manera con la cual servirle al contribuyente. Entonces me llegó un mensaje de uno de los reservistas del IQCPLII: Piro Soto. Primero me mostró una base giratoria negra, sobre la cual daban vueltas varias pócimas —máximas brujerías cuánticas— y luego me lanzó la invitación: me esperaba a las 2:45 p. m. en una cafetería en Los Yoses, San Pedro. Además, contábamos con la presencia del Capitán Lanzoni.
Llegué justo a tiempo. PS y Lanzoni ya estaban ahí. Solo me tocó encadenar la bici, pedir un capuchino y tratar de ponerme al día con lo que estuvieran discutiendo. Básicamente recapitulando lo ocurrido, revisaban el itinerario de un pseudonaufragio ocurrido meses atrás, un velero sin viento los tuvo mar adentro unas 5 horas.
Después del café, el plan fue movernos hacia un rincón más bucolico de la capital. Dejamos Los Yoses, atravesamos la sobrevalorada burbuja inmobiliaria de Barrio Escalante a través de su periferia y nos detuvimos brevemente en el Parque Francia. El Capitán Lanzoni necesitaba estirar el hombro, todavía resentido desde su regreso de Ravenna, Italia. La tarde cinematográfica: nubes grises, un sol que se colaba como podía, y esa sensación de estar flotando entre días sin nombre.
Teníamos ademas un material para relajación del alma y cuerpo que apareció. Fuimos patrocinados por Cannabis Airlines y claro, eso nos hizo pensar en estirar el tiempo y migrar a un lugar más discreto.
Por el Valle Central corría la impresión de que hasta los peajes de Río Segundo habían sido suspendidos; el sol, difuminandose entre nubes que nunca rompieron en agua, dejaba a San José en pausa, como si alguien hubiera girado el dimmer del día y todo esperara algo que no terminaba de suceder.
La verdadera estación era otra: el Bar Buenos Aires, leyenda viva de San José. Nos atendieron con amabilidad, me dieron chance de guardar la bicicleta en un jardincito junto a la cocina. Apenas nos acomodamos con unas cervezas y una sopa, apareció él.
Primero de paso, rumbo al baño. Un señor mayor solo, con totebag y un bolsito de nylon. Al salir, volvió hacia nuestra mesa con un intento de conversación un poco trastabillada. Reconoció en PS a alguien que no era, lo mismo con Lanzoni, a quien incluso le habló en italiano. El Capitán, con la cortesía que lo caracteriza, le respondió en el mismo idioma, cerrando la confusión.
Fue entonces cuando lo invité a sentarse. PS arrimó una silla. Y así, sin aviso, Juan el Bautista ya estaba con nosotros.
Después de unos minutos de habladera dispersa, soltó la primera de sus frases, como un relámpago en seco:
—Yo no soy lo que ustedes piensan; pero después de mí viene uno a quien yo ni siquiera merezco desatarle las sandalias de los pies.
Ninguno respondió de inmediato. Él sonrió con calma y, como si nada, agregó:
—Si me lo permiten, quisiera invitarlos a una copa de vino.
Con una seguridad que desarmaba cualquier reparo, le pidió a la mesera que trajera la botella que tenía apartada en su mesa, al otro extremo del bar. Nos sirvió como si la hospitalidad le perteneciera por derecho propio. Yo acepté sin pensarlo. PS no estaba muy convencido, pero el vino llegó igual, y con él el extraño rito de esa tarde que ya no tenía marcha atrás.
Rechazar una copa de vino en esas circunstancias habría sido un sacrilegio, como negarle agua a quien la pide. Mucho más si recordamos que Jesucristo, en su momento, convirtió garrafones de H2O en fermentos tan exquisitos que aún hoy siguen siendo metáfora de hospitalidad.
La botella estaba sobre la mesa, las copas de vino le hacían compañia a las botellas de cerveza. Brindamos. De pronto, dejó de hablar de generalidades, se acomodó como quien por fin está en terreno seguro.
—Estoy escribiendo un libro, dijo primero, luego corrigió:
—No… ya lo escribí. Se llama Escalante más allá de la luz. Todo lo que viví está ahí: lo que queda del barrio, lo que desapareció, lo que nunca existió.
Sus ojos brillaban. Era un dandy de otra época, pero no uno que vive atrapado en el pasado, sino alguien que lo convoca cuando quiere. Entre sorbos, nos habló de noches bohemias con apellidos de altos kilates, de las ocasiones que compartió mesa con familias de gran reputación del lugar, de cómo al calor de la música y el humo se confundían poetas, médicos y vagabundos.
Bajó la voz y soltó otra de esas perlas que parecían aprendidas de memoria, mirando hacia el techo de la cantina, extendiendo sus brazos listo a recibir algun tipo de bendición divina:
—No sé si me estoy muriendo o estoy resucitando.
Nadie lo interrumpió. En la mesa solo había cerveza y vino.
Siguió, ahora con un dejo de orgullo travieso: recordó la rampa de skate que levantaron pegada a la pared exterior de una casa, no muy lejos del Buenos Aires a finales de los 70s, casi a escondidas, como un altar para la velocidad y el equilibrio. Nos contó de su padre, un cardiólogo que atendió a medio San José y que, según él, representaba a una Costa Rica que ya no existe.
Hablaba de sus amigos hippies con una ternura desarmante:
—Nosotros les regalamos las locuras blancas de las que ahora ustedes disfrutan con tanta calma. Nosotros sembramos esos excesos.
Fue entonces cuando PS notó algo en sus manos. Un ligero temblor. Lo señaló sin rodeos. Juan no lo negó:
—Hace cuarenta años que tomo la lora, el clonazepam. Una brujería difícil de soltar.
Se detuvo. El silencio pesó.
—Dejé otros venenos hace décadas. Hoy solo me queda esto… un canuto de cuando en cuando antes de dormir. Nado varias veces por semana, me aferro a ese hábito como quien se aferra a un salvavidas. Pero sin la pastilla, atravesar el día sería imposible.
Se encogió de hombros, como quien confiesa sin pedir compasión. Rematando con un dato que nos cayó como piedra en el vaso de vino: un familiar muy cercano había decidido terminar con su vida. Desde entonces, dijo, no había logrado interactuar con la realidad de otra manera que no fuera a través de la benzodiacepina.
Lo escuchamos en silencio. Había en su voz una mezcla de derrota y dignidad. Hablaba, sentíamos que estaba dictando un testamento invisible lleno de recuerdos ajenos a el y a nosotros.
También habló, con un dejo de resignación, de la mala fortuna de haber procreado hijas de tan buen ver con las que apenas lograba compartir una o dos veces al año. Ese detalle dolía como estoque en carne viva: lo decía con tristeza contenida, como si su vida estuviera llena de presencias fugaces que nunca terminaban de quedarse.
El vino corría lento. PS seguía incómodo, como si la sola presencia de Juan le provocara un roce con algo que no quería aceptar. No entendía su malestar: el año anterior no había mostrado reparos cuando apareció Sauter, otra criatura mitológica muy similar a Juan el Bautista, también extraviado en busca de un San Pedro que hace más de dos décadas dejó de existir, pero que él juraba seguía en pie.
Lanzoni, por su parte, apenas se acomodaba en la silla, más concentrado en su hombro rebelde que en la conversación, aunque contestaba en italiano cuando Juan le lanzaba frases al azar, devolviéndole cortesía a esa lengua rota que traía en la boca.
Luego nos contó de sus andanzas en una lechería familiar. Entre risas y guiños, relató cómo había suministrado sustancias psicodélicas a las vacas para que las boñigas resultaran “mágicas”: de ahí cosechaban hongos, probaban un poco y exportaban el resto. Lo decía sin culpa, recordando una travesura que se convirtió en empresa, convencido de que hasta el estiércol podía ser un pasaporte a otras realidades.
Yo, en cambio, me dejé arrastrar. Había en Juan una energía magnética, un vaivén entre lucidez y delirio que me parecía imposible ignorar. Vestía un saco de tela arrugada —de esos finos, pensados para veranos de otras latitudes— y una camiseta de panal, atuendo extraño en esa tarde josefina, como si viniera de otro tiempo. Un personaje de película.
En varias ocasiones trató de relacionarnos con personas que conocía. Nombraba apellidos, evocaba barrios, buscaba vínculos que quizás ya no existían.
En medio del aguacero de nombres que nos tiraba, apareció otro recuerdo: el festival de La Garita 71. Un nombre que prendió la chispa:
—¿Ustedes conocen a Guillermo Robles?
Apenas lo mencionó, PS tomó el teléfono y llamó de inmediato a un gran reservista del IQCPLII, a quien aún no se le había entregado el parche del Instituto Cuantico Costarricense para la Investigacion Interdimensional. La verificación fue breve: una introducción rápida, un cruce de recuerdos, y todo encajó. Grandes amigos, caminos compartidos, el círculo se cerraba. Para mí no hacía falta tal comprobación, pero en ese momento comprendí que era necesaria y se agradecía: Juan el Bautista no era un fantasma suelto, era de los nuestros.
La voz de Robles se hizo presente como confirmación de que aquel hombre no estaba inventando su relato. Juan, con la naturalidad de quien revive una escena mil veces contada, nos regaló otra historia que parecía haber sido escrita para una película pero cargaba con la densidad de lo vivido:
—Una vez aterrizamos con una Cessna en una calle solitaria de Oaxaca, México. Esperando que bajara una burra desde el cerro con dos sacos repletos de marihuana. Con eso logramos suplir la sequía de mota que azotaba Costa Rica en los 70s. Los hippies, mis amigos, los que extraño todavía, me enseñaron que el exceso también podía ser un acto de fe.
PS lo miraba con gesto agrio, no quería ser parte del embrujo. Lanzoni se reacomodó y bebió un sorbo largo, quizás para calmar el hombro, quizás para escapar de la escena.
Yo pensé en silencio: este carajo de 70 años, saco de tela arrugada y camiseta de panal o waffle shirt dirían algunos mas refinados, nos estaba dando una clase magistral de historia subterránea. Lo hacía sin pedir nada, salvo compañía.
Juan el Bautista era, en realidad, un psiconauta solitario en pleno vuelo de vino, benzodiacepinas y posiblemente otras sustancias. Su temblor no era simple síntoma, sino una vibración constante que lo atravesaba entero; su estado emocional lo volvía tan frágil, convirtiendolo en guardián de una verdad que nunca llegó a mostrarse del todo.
La tarde había estirado sus sombras hasta volverse noche. El bar seguía con su bullicio de miércoles cualquiera, pero para nosotros la velada ya había dado todo lo que podía dar. Pagamos la cuenta entre cervezas, sopa y vino, cada uno preparando su retirada hacia la respectiva guarida.
Juan, en cambio, no dio señal de moverse. Se quedó en la mesa, erguido dentro de su saco de tela arrugada y su camiseta de panal, como un centinela improvisado en el Buenos Aires. Tenía frente a él la botella, medio vaso aún servido, y esa calma extraña de quien no necesita más que estar ahí, custodiando su propio mito.
Antes de que saliéramos, volvió a repetir con voz grave, casi como un rezo:
—No sé si me estoy muriendo o estoy resucitando.
Nadie respondió. No hacía falta. Esa frase no era un desvarío: era la forma en que Juan bautizaba su guardia, un recordatorio de que la línea entre caer y renacer se juega todos los días.
Nos fuimos. Él se quedó, como buen reservista, haciendo escolta en su bar, en su barrio, en su propio espacio-tiempo.
Yo pedaleaba de regreso, con San José extendiéndose bajo un cielo que nunca se decidió por la tormenta, y pensé en lo que me espera. Espero llegar a los setenta sin depender de pastillas para atravesar el día; espero no tener que ir a un bar de recuerdos a esperar gente que ya no está, tratando de encajar en una realidad que no me pertenece. Espero conservar buena compañía. Con quien hablar de cosas en común. Lo que compartimos esa tarde no fue solo una anécdota: fue materia para un poema, una película, una canción, incluso una sinfonía o una crónica como la que estan a punto de terminar de leer.
En un país que olvida a sus viejos, que confunde memoria con lastre, aquel fauno nos recordó que la verdadera vigilia la hacen los que todavía saben compartir sus historias.
📝 Nota del autor
Algunos personajes de esta crónica existen. Los podés encontrar en fotos, episodios de podcast y, con suerte, en algún rincón del Bar Buenos Aires.
Como suele suceder en los relatos tejidos con vino, humo y memoria, ciertos detalles han sido ajustados, desplazados o amalgamados. Por ejemplo, la anécdota de la burra bajando del cerro con dos sacos de marihuana —aunque atribuida aquí a Juan el Bautista— pertenece en realidad a nuestro querido amigo y gran reservista del IQCPLII, Guillermo Robles.
Ese episodio y muchas otras joyas pueden escucharse en nuestro podcast:
🎧 MAP RADIO / RADIO PACHUKO: Episodio con Guillermo Robles
👉 https://open.spotify.com/episode/3pJGAeZNwM7jyPANmSW5rH?si=a0122d20b7e94c9c
Esta crónica es entonces una mezcla de relato, homenaje y alquimia narrativa. Porque a veces la mejor forma de preservar una historia no es encerrarla en la verdad literal, sino dejarla caminar libre, entre personajes que la sostienen con cariño, una ciudad y cantinas complices.
J’adore!!!!! ♥️
buenas noches! muchas gracias por la lectura y el comentario! Saludos!
Totalmente transportado a esa mesa, hasta el olor del vino pude sentir, gracias por el relato! 🤜🏻🤛🏻
eso Esteban, muchisimas gracias por la lectura! Saludos!
🤩🤩 yyy mae que encuentro, que buena tarde, que buenas sustancia, que buena compañía y que maravillosas coincidencias 🤘
eso pura vida por la lectura!
Que buen relato, me transportaste a esa tarde y a ese lugar con ese personaje mitológico.
Me transportaste a esa tarde, sentí el color del ambiente y de esa historia con ese personaje mitológico