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La increíble génesis de la legítima búsqueda de la Cantina Perfecta.

Por Bernardo Soto

Desde que a Pinolillo lo apresó la policía a mediados del siglo pasado, no había visto nada parecido a lo del Covid, desde aquel invento que pretendió encerrarnos.

Por dicha, esta nefasta e inútil intención se vio contrarrestada por una raza emergente de cantinas clandestinas. Gracias a ellas, nunca faltó una carnita en salsa, un garbanzo con tocineta o una costillita de cerdo.

Éramos más de catorce hijueputas metidos en la “burbuja”, pero al menos teníamos el decoro de parquear los carros discretamente, donde nadie sospechara de nuestras reuniones.

Vuelvo a los tiempos de mi abuelo, don Humberto Soto Guardia: comandante en jefe de Alajuela, muy popular y querido. Un tipo que olvidaba su parentesco con el presidente Calderón Guardia o que su abuelo era Tomás Guardia. Pese a su posición y sabio juicio, gozaba de la naturaleza pueblerina de sus vecinos y amigos.

Mi abuelo estaba de acuerdo con Pinolillo; eran cómplices. Entre ambos construyeron una versión surrealista de un toque de queda, igual que el ministro Salitas lo hiciera en tiempos pandémicos con el cuento de la gripa esa.

Eso fue Alajuela: una ciudad dormitorio de gente buena que castigaba a un ciudadano de nobles intenciones con secuestro domiciliario nocturno.

Por dicha, emergía —cual Clark Kent— Pinolillo, superhéroe urbano que, por solicitud de mi abuelo, pasaba de cabo en el cuartel a leyenda de La Llorona. Ataviado con una sábana en la jupa, al mejor estilo del Ku Klux Klan, ya tenía disfraz. Entre sombras de mango y guarumo, Pinolillo se transformaba en la mujer de rostro de yegua trasnochada que, a todo galope, iba de este a oeste o de norte a sur por la calle ancha, asustando a borrachos y malmaridos.

Esta narración es basada en hechos reales. Todo era una broma que se descubrió con el tiempo, pero el primero en enterarse fue un policía sapo que decidió desatender la orden de un militar. En vez de buscar a la Segua fuera de la calle ancha, se fue al centro, al ruido del campanario. En El Carmen de Alajuela cayó redondo y, más tarde, tras los barrotes de su propio cuartel, se supo que el famoso Pinolillo era la Segua. Pobre tonto: creyó que su componenda con el coronel sería un secreto que contaría a sus nietos, pero el evento fue muy público en los diarios de entonces.

Esos patrulleros, más allá de sus uniformes azules, se caracterizaban por una mezcla de inteligencia nula y candidez. Y los de hoy… igual de brutos, solo que ahora no dan vueltas a caballo, sino que queman diésel y gastan llantas con nuestros impuestos municipales. Jamás se han visto en el trance de un verdadero crimen, y menos aún se les ocurre resolverlo. Ni los culpen: son tan mandados que hasta al alcalde se llevan.

Todo esto me recuerda cuando llegó la ley justo cuando creí tener el lugar perfecto. Me pusieron de piernas abiertas y manos arriba contra la pared de bahareque para requisarme.

La única intención era pasarla bien: una noche de bohemia con los buenos muchachos del otrora bar del momento: La Tacareña. Una institución familiar a prueba de años; un sitio para amigos.

En esos años dorados daba lo mismo entrar donde Beto Pilsen, La Terronera, El 5 Menos, La Verbena, La Cueva o La Hiedra. Sitios donde, de niño, lo metían a uno a jugar mientras los grandes se mandaban unos tapis. Salones familiares con dos o tres ambientes, más o menos pesados. La barra para tíos y tatas; señoras, jóvenes y niños en mesas al lado opuesto del salón de mosaicos que brillaba bajo la luz discreta de las típicas cantinas de dos puertas.

Era común ver a oficiales de policía fuera de turno y sin uniforme: del mismo barrio, bohemios que gozaban, se tiraban joda entre ellos y se llamaban por los apellidos.

Los tiempos floridos de los Quesadas, Jiménez, Saboríos, Ramírez, Sotos, Pérez… póngale coma e incluya aquí su apellido, estimado lector.

Con un breve escaneo, desde la puerta de doble giro cualquiera podía reconocer la silueta del otro con solo verlo caminar.

Pero las cosas cambiaron con la delincuencia y la presencia de indigentes en la calle. En cualquier provincia promedio uno se da cuenta rápido: surgió una raza de guachimanes cuya reputación coincide con su apariencia. Son los mismos piedreros que se “rehabilitan” tres días, se bañan, cambian sus harapos por un chaleco anaranjado y se van al Llano, donde está la mayor densidad de cantinas en Alajuela.

Tal vez no nos detenga la policía ni nos rapten estos faunos nocturnos, pero la próxima vez podría pasar.

Cuidado, amigos, con la violencia pasiva, la parálisis y el conformismo, con la típica tolerancia y puravidismo tico. Despertemos y observemos: hemos perdido la sagrada libertad de pasarla bien donde y con quien nos gusta construir complicidad bohemia.

Seguimos alerta en busca de esos sitios maravillosos. No nos hemos limitado a pensarlo: lo hemos convertido en varios podcasts (la cantina perfecta) y lo hemos lanzado a consulta pública. Nos resistimos al cambio. No nos gustan los sport bars, los malls ni las estructuras frívolas donde nadie te pregunta: “¿Cómo te fue en el día?”.
Buscamos la cantina perfecta y vamos a dedicar esta sección, como foro abierto, a discutir y justificar la importancia de mantener esta valiosa fracción de nuestra cultura ancestral. Es nuestra forma de resistir la represión de la sociedad que hemos construido.

Somos de los que no solo sabemos el apellido o el apodo: también conocemos el nombre de la mascota del prójimo. Somos un fragmento de comunidad a punto de desaparecer. Los invito a levantar la vista y romper el silencio cobarde que no puede acallar esta realidad: aún existen sitios decentes, aptos para familias y extranjeros, con agenda cultural para convocar a todos los parroquianos.

En este foro quiero nutrirme de sus opiniones sobre su lugar favorito. ¿Será la música, el cantinero, las bocas, el cocinero, la gente, el evento, la altura del techo, la higiene de los baños, la oferta culinaria o el peinado del DJ?

Que esta reflexión sirva para que, como provincianos, rescatemos lo que es nuestro: bares, parques, calles y aceras. ¿Qué ciudad estamos construyendo con nuestros impuestos?
Nadie puede negarlo: hay hostilidad donde caminamos, menos verde y más concreto, un lugar plagado de semáforos y carros humeantes que aceleran la impaciencia de quien va camino al parqueo, mientras el guachimán “colabora” con las presas de 5:00 a 8:00 p.m.

Con este comentario abrimos un foro serio: hay derecho a decir cuáles son los chantes que nos gustan, y que nadie nos detenga la buena vibra cuando andamos pasándola bien.

Receta para crear una Cantina ideal

2 thoughts on “La increíble génesis de la legítima búsqueda de la Cantina Perfecta.”

  1. El chante perfecto depende del presupuesto y el estado de ánimo del momento.
    La cantina perfecta… un refugio para el alma, donde la birra fluye como un río y las risas se mezclan con el aroma del pasado. Para encontrarla, sigue el rastro de tus sentidos:
    – ¿Qué sabores te hacen cantar?
    – ¿Qué melodías te hacen bailar?
    – ¿Qué aromas te transportan a un lugar mágico?
    Deja que tus instintos te guíen y descubre la cantina que se adapte a tu corazón. En ella, encontrarás la compañía perfecta, la bebida adecuada y la atmósfera que te haga sentir vivo. ¡Salud!
    Posdata: para ir directo al punto voto por Parker, Retro y República, doble puntaje para alguna que otra clandestina…

    1. Pura vida Don Gilbert, muchisimas gracias por el comentario. Muy interesante lo que anota.
      Mitica Casa Parker, y las clandestinas, muy legendarias tambien! Saludos!

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