por Valdo J.
Pocos sabían que ese día se celebraba un natalicio, menos aún que el festejado lo había conmemorado muy pocas veces en su vida. Pudiendo escoger cualquier lugar para la efeméride, su intuición lo llevó a donde realmente tenía que estar: LA ARDIENTE ALAJUELA. La elección no fue un detalle menor, era el sitio al que había que ir. Y allí, entre faroles húmedos y calles aún con olor a tormenta, lo que debía ser una noche sin mayor pretensión se convirtió en algo distinto: una unión de fuerzas, casi conspiración, para echar a andar un sueño largamente postergado. Una película. El guion que abre esta crónica no es más que una propuesta, un boceto en carne viva, pero también la primera pisada firme hacia la posibilidad real de verla nacer.
Klaus Kinski Resucitado había propuesto el lugar. Espacio que no será nombrado aquí, quizá por eso mismo funciona mejor contarlo como un ciclo. Un ciclo de los que ya no existen, detenido en los años sesenta, con aquellos latones de aceite que parecen haberse oxidado junto con las bicicletas colgadas en la penumbra. La ficción acomoda mejor lo que la realidad nos obliga a callar segun Kinski.
Detrás del mostrador, dos hombres de unos sesenta años compartían un café amargo. No parecían esperar a nadie: uno sostenía en la mano una pieza Campagnolo, un viejo pasador que examinaba como si en sus dientes pudiera leerse el tiempo. El otro asentía en silencio, para este el metal tenía siempre la última palabra.
El Director, la Ilustradora, el Arquitecto y Kinski cruzaron miradas. Nadie sabía bien qué decir. Hasta que uno de los hombres que supuestamente estaban atendiendo el ciclo, levantó la vista, casi sin sorpresa, y dejó sobre el mostrador una llave pesada, con un llavero de cuero gastado. No hubo indicaciones, apenas un gesto con la cabeza hacia el fondo del local.
La llave era más que un objeto: era el permiso tácito para entrar en un espacio que, hasta ese momento, nadie estaba seguro de querer encontrar.
Caminaban por un pasillo estrecho, como si alguien hubiera diseñado el espacio pensando en una procesión. El aire olía a grasa vieja, a metal recién lijado.
Primero apareció el rostro severo de Juan de Dios Castillo, sobre una pared. Congelado en un póster amarillento que parecía haberse despegado de un estadio perdido. Más adelante, la mirada herida de Luis Ocaña, como un aviso de lo que significa retar al poder y no salir ileso.
Al girar, el póster que dominaba todo: Marco Pantani, sentado en el asfalto, mirada fija. Desde la entrada sentíamos que nos observaba, como si vigilara cada paso que dábamos. Era imposible sacudirse la sensación de que sus ojos nos seguían hasta el fondo del corredor.
Avanzábamos casi en fila india. El Director se detenía cada tanto, imaginando cómo iluminar ese recorrido: ¿un 50mm aqui, o acaso un 35mm para atrapar el conjunto? La Ilustradora lo interrumpía con observaciones prácticas, mientras el Arquitecto discutía cómo sacar provecho de las sombras del lugar para acentuar el dramatismo. Klaus Kinski Resucitado, mascullaba que todo estaba demasiado oscuro, que si queríamos filmar habría que inventar una manera de que la luz apareciera sin delatar el lugar, iluminando puntos claves del espacio.
Al final del pasillo, una pared lisa, sin señales. Un segundo de duda. Luego, apenas visible, un marco disimulado. La puerta estaba ahí, escondida. Se abrió con la llave que les había dado del dependiente.
Unas escaleras de madera ascendían hacia la nada. La luz casi inexistente: apenas un haz débil que se colaba desde arriba. Cada peldaño chirriaba como si protestara. Nadie lo dijo en voz alta, todos lo pensaron: subir esas escaleras era entrar a otra dimensión.
Al llegar, el espacio se abrió de golpe. No era un cuarto común, era un manifiesto. En las paredes colgaban pósters desiguales: desde viejos ídolos del boxeo hasta rostros de actores olvidados, todos con miradas fijas, testigos mudos. Al fondo, dominando el lugar, un cartel pintado a mano gritaba en letras enormes: NO MÁS IMPUESTOS.
Detrás de la barra, cerrada como una trinchera de madera gastada, un frigorífico gigante emitió un zumbido. Y de ese mismo frigorífico, como si la escena estuviera ensayada desde hace años, emergió ZEPOL.
No necesitó presentarse. Su sola figura parecía explicar por qué estábamos allí: en algún momento todo sueño necesita un guardián improbable, alguien que se levanta de un refrigerador para recordar que incluso lo clandestino puede tener reglas.
Las sillas de madera dejaron de ser simples muebles. Los cuatro se acomodaron en mesas separadas, el lugar los quería dispersos para luego reunirlos. Desde los grandes ventanales opuestos al letrero de NO MAS IMPUETOS, apenas se intuían los perfiles de los volcanes; las luces del valle central se disolvían entre nubes bajas.
Y sin mas Klaus Kinski Resucitado tomó el mando: desplegó, con solemnidad desquiciada, lo que llamó un taller de vaporización mental. El humo se elevó como incienso torcido, y cada sorbo de aire parecía un ensayo para entrar en otra frecuencia.
El Arquitecto, Zepol y el Director aceptaron el experimento como feligreses obedientes. La Ilustradora, en cambio, se mantuvo aparte: tenía a su cargo el transbordador y sabía que para conducir de vuelta a la realidad hacía falta lucidez absoluta.
Solo después, como si sellara la escena, Zepol repartió cervezas de litro, consciente de que todo ritual necesita su brindis.
COMPILACION DE RAVIETAS DE KLAUS KINSKI
Este salto, tan abrupto, tan mal empalmado, no es descuido sino síntoma: la historia aún se está levantando. Hay huecos, hay saltos, y un pulso que sin duda promete. Lo que se siente inconcluso no resta fuerza; más bien nos subraya que esta crónica es todavía un terreno en construcción, un borrador con potencia de convertirse en relato definitivo.
Todo empezó como un natalicio casi secreto convertido en el primer día de rodaje para una película que todavía no existe, y sin embargo ya vive en cada uno de estos gestos: la llave entregada sin palabras, los posters vigilantes, el cartel desafiante de “NO MÁS IMPUESTOS”, las cervezas servidas por Zepol, y la extraña liturgia de un taller improvisado por Klaus Kinski Resucitado. No era una salida cualquiera a LA ARDIENTE ALAJUELA. Era el ensayo general de un sueño largamente postergado, el punto donde la ficción dejó de ser una excusa y se volvió pacto.
Allí, entre cerros iluminados a lo lejos y mesas dispersas como islas, los cuatro entendimos que la película no empezaría algún día, ni cuando hubiera dinero, socios o productores iluminados. Había empezado ya, en esa cantina clandestina, en esa noche quimérica, cuando lo único que parecía necesario era quedarse lo suficiente para no olvidar nada.
Más tarde, entre planos mentales y paneos imposibles, salimos a estirar la fiesta con un poco de hambre. Terminamos en LA LIGA BAR, donde conocimos al mítico Angelito —abrazo pendiente hasta hoy. Un par de cervezas más, unos gallitos y comentarios sueltos bastaron para cerrar la jornada. La Ilustradora y el Director partieron primero: ella nunca se suma a talleres chamánicos de vaporización mental, mejor piloto para el transbordador imposible.
Si disfruto de esta lectura la siguiente crónica sin duda lo va entretener tambien: Juan el Bautista en el Bar Buenos Aires.